Cuenta la leyenda que cuando el Sol y la Luna fueron creados,
se amaban con una pasión y profundidad ilimitada,
sin medida, intensamente.
Eran dos amantes libres, el ardiente fuego dorado de uno
sobre la fría calidez plateada del otro...
Cuando el Gran Dios decidió que habían de separarse,
el Sol para iluminar el cielo de día,
la Luna para alumbrarlo suavemente de noche,
sus corazones, sus almas, parecieron partirse en dos.
Estaban condenados a permanecer separados por siempre,
tratando de alcanzarse y nunca lográndolo,
en una danza infinita, dolorosa.
El Sol trató de ser fuerte, de fingir estar bien,
y lo consiguió, destellando fuerte, en el firmamento.
La Luna, sin embargo, no podía soportar la tristeza
de estar sin su amado,
y melancólicamente brillaba en el cielo.
El Gran Dios, compadeciéndose de ella,
le obsequió con millones de estrellas,
pequeños pedazos de luz que trataban de acompañarla,
de consolarla...
Pero la Luna añoraba el fulgor ardiente del Sol, su piel cálida y dorada,
y la fría palidez de las estrellas la afligía aún ,más.
Se sabía sola,
condenada a permanecer eternamente buscando a su amor,
sin poder alcanzarlo jamás,
apenas dislumbrándolo en la distancia.
El Gran Dios volvió a compadecerse de ellos,
y decidió concederles unos instantes de felicidad,
con los que habrían de sobrevivir siempre: los eclipses.
Entonces, cuando la Luna desaparece, escondida,
cuando el Sol se cubre de su nívea piel,
pueden vivir de nuevo, libres, amados, felices,
por unos gloriosos momentos, hasta volver a separarse,
a romperse, dolorosamente, en dos de nuevo.
Esperando, anhelando el momento
en que puedan volver a ser uno, juntos, libres, amados...