Todo empieza cuando el objeto de tu afecto,
te inyecta una fuerte y alucinógena dosis
de algo que nunca te has atrevido siquiera a admitir que querías.
Un emotivo chute de amor y emoción descontrolados.
Pronto empiezas a ansiar esa atención
con el mono de una yonki,
cuando te la deniegan,
enfermas, enloqueces,
por no hablar del resentimiento que sientes
hacia el camello que te enganchó
y que ahora se niega a pasarte tu droga.
Maldita sea,
y antes te lo regalaba sin pedírselo.
Lo siguiente eres tú,
en los huesos,
temblando en una esquina con la única certeza,
de que venderías tu alma
para poder probarlo una vez más.
Mientras tanto,
el objeto de tu adoración,
ahora siente repulsión por ti,
te mira como si no te conociera de nada.
Lo irónico,
es que él no tiene la culpa,
en fín,
mírate bien, eres una calamidad,
no puedes reconocerte ni con tus propios ojos.
Y has llegado al destino final de tu encaprichamiento,
la total y despiadada infravaloración de ti misma.
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